Durante las últimas semanas, el embarazo de niñas y adolescentes ha ocupado gran parte de la agenda pública. Resulta llamativo que esta problemática que hace tiempo es denunciada fervientemente por distintos sectores de protección de derechos haya cobrado importancia a partir de visiones arcaicas respecto al embarazo de niñas y adolescentes. Por un lado, aquellas que evitan hablar de los orígenes de esos embarazos, que no son otra cosa que el resultado de prácticas sistemáticas de abuso y violaciones sufridas por miles de niñas y adolescentes y por otro lado una visión romántica de la maternidad a partir de la cual el instinto materno pareciera ser condición ineludible de toda mujer.
Existe innumerable material bibliográfico que referencia la construcción social de los estereotipos de género. El juego, las normas, los valores y las costumbres, son algunos de los elementos que, a partir de la reproducción cultural, determinan o condicionan lo esperable de ser varón o mujer.
Es así, que en nuestra sociedad el instinto materno es un mandato aparentemente irrenunciable. Ser mujer es prácticamente sinónimo de ser madre. Una madre que se combinará con una mujer que se encarga de la casa. Así, desde muy temprana edad, las niñas reciben como regalos juguetes vinculados al trabajo doméstico, la belleza y la maternidad. Esta práctica en apariencia inofensiva, no es nada menos que la reproducción social de un modelo en donde a la mujer se le asigna un rol vinculado al ámbito privado del hogar y la crianza de los hijos.
En nuestro país, de acuerdo a la Dirección de Estadística e Información de Salud (2016), hay más de 96.000 nacimientos provenientes de embarazo adolescente, que representan el 13,7% del total. De esos, casi 2.500 son de niñas menores de 15 años. En otras palabras cada día 6 niñas se convierten en madres. La magnitud de la problemática es evidente.
A temprana edad el embarazo es un riesgo para las niñas y adolescentes. En primer lugar porque deben reponerse a la violencia sexual que, en la mayoría de los casos, lo originó. Además de atravesar la transformación corporal y emocional de la maternidad, el embarazo es una de las principales causas del retraso escolar y el abandono de la educación formal. Así las niñas y mujeres quedan en un lugar doblemente perjudicial: a cargo de un hijo/a no buscado y sin posibilidades de completar sus estudios formales. A su vez, esto condiciona negativamente la trayectoria laboral que luego podrá desplegar esa niña o adolescente en su adultez. Así se perpetua un modelo en que las mujeres, no importa su edad ni etapa de desarrollo, son sometidas al mandato de la maternidad y el cuidado de otras personas.
El embarazo adolescente inserta compulsivamente a las niñas en el comienzo de la vida adulta y consolida una brecha que parece profundizarse a cada paso. Las posibilidades de una niña o adolescente madre de modificar su situación social son escasas. El vínculo entre embarazo adolescente y pobreza está de sobras probado en distintos estudios, de allí que es innegable que hay en el embarazo adolescente una conjunción de violencias: económica, social, física, emocional, cultural. Cada una de ellas imprime sobre las niñas y adolescentes una marca de desventaja que las acompañará por siempre.
Cualquier mirada ingenua o pretendidamente amorosa, que evite mencionar la crueldad de estas violencias, no es otra cosa que la negación del derecho fundamental de toda niña, adolescente o mujer a vivir libre de violencia y a acceder a las mismas oportunidades.
La maternidad debe ser una elección y en el caso de las niñas y adolescentes este componente no está presente. Muy por el contrario, la mayoría de las veces, se esconde una víctima que no pudo pedir ayuda justamente por su condición de niña o adolescente.
Este 8 de marzo, profundicemos el trabajo y los esfuerzos para tengan la posibilidad de elegir cómo transitar la condición de ser mujer, despojándose del mandato cultural de la maternidad forzada y sobre todo con la libertad de ser libres de cualquier forma de violencia.