El 20 noviembre de 1989, la Asamblea General de Naciones Unidas, dio a conocer un documento que cambió la mirada respecto a los millones de niños y niñas alrededor del mundo. Ese documento, la Convención sobre los Derechos del niño (CDN) establece que toda persona hasta los 18 años de edad sea reconocida como sujeto de derecho. Es decir, que no sean vistos como objetos de compasión sino como titulares de derechos civiles, políticos, sociales, económicos y culturales. Derechos reconocidos internacionalmente que cada Estado firmante se compromete a proteger, promover y garantizar.
Aquel documento se convirtió en un hecho histórico que permitió dimensionar al niño en presente y no sólo como el potencial ciudadano a futuro. En otras palabras, significa que las respuestas por parte del Estado deben brindarse aquí y ahora y que los niños y niñas están en condiciones de exigir al Estado todas las políticas necesarias para garantizar su desarrollo integral, el resguardo de su integridad psicofísica y que sus voces sean escuchadas.
La CDN permitió romper con un patrón adulto-céntrico con sesgos autoritarios respecto de la niñez, y dio lugar a una perspectiva que mira a los niños y niñas, desde su singularidad, sus deseos, sus proyectos, sus opiniones y su manera de posicionarse frente al mundo que los rodea. En este nuevo contexto el rol de los adultos es el de acompañar y establecer límites de cuidado que protejan pero que no coarten; de brindar las herramientas para el desarrollo pleno de manera tal que los niños sean protagonistas de su propia vida y no simples actores de un presente y un futuro decidido por otros. Para que esto sea posible la Convención le otorga a la familia un rol central, pero por encima de ella le exige a cada Estado firmante que garantice las condiciones para que cada familia, no importa su conformación, pueda brindar el cuidado y protección que los niños y niñas necesitan para desarrollarse como sujeto pleno de derechos.
Pasaron ya 30 años desde su sanción y sin embargo todavía existe una gran inequidad social respecto de la niñez, desigualdad que afecta de manera directa la posibilidad de acceder al pleno ejercicio de sus derechos. No todos los niños tienen oportunidades equitativas, no todos los niños reciben todo lo necesario para desarrollarse plenamente. Para el Estado argentino es una deuda histórica que se profundiza en la situación actual de la niñez.
En nuestro país la mitad de los niños vive en la pobreza y no cuentan con los recursos necesarios para garantizar su desarrollo integral, insuficiencia alimentaria, bajo desarrollo cognitivo en la primera infancia, deserción escolar, temprano ingreso en el mercado laboral, embarazo adolescente, consumo problemático de sustancias, son algunos de los rostros que asume la exclusión social. La desigualdad es innegable y la relación directa entre crisis económica, pobreza e impacto en los derechos de los niños es evidente. Sin embargo, no es la única vulneración. La violencia está presente en la vida del 60% de los niños del país. Millones de niños a diario continúan siendo víctimas de malos tratos, negligencia, violencia física, violencia verbal o abuso sexual. Las consecuencias de la crianza violenta afectan los modos de relacionarse, y condicionan las posibilidades de desarrollo pleno, en un contexto de servicios de resguardo y protección insuficientes y de políticas públicas que suelen llegar tarde si es que llegan. Es necesario reconocer en nuestra política pública que para promover las destrezas de los niños debemos trabajar con las familias. Es por ello, que más allá de los enunciados de un mundo mejor prometido por la Convención se requiere el compromiso del Estado y los gobernantes no solo para cumplirla sino para garantizar oportunidades equitativas a cada niño, niña y adolescente.
Cada aniversario de la Convención nos permite evaluar los logros y los desafíos. Visibilizar las deudas con la infancia y proponer una alternativa superadora requiere de la acción coordinada por parte de los diferentes efectores públicos en el diseño e implementación de políticas sociales universales e inclusivas, de modo que todos los niños y niñas que nacen con los mismos derechos reconocidos internacionalmente tengan las mismas posibilidades de ejercerlos, independientemente de su contexto de nacimiento. En estos 30 años recorrimos el camino de manera muy lenta y aún persisten serios obstáculos para que el espíritu de la Convención sea una realidad concreta en la vida de millones de niños y niñas para quienes el ejercicio de sus derechos continúa siendo un horizonte que se aleja a medida que crecen llegando a la mayoría de edad con claras marcas de la desigualdad que arrastran.